23.4.09

No se acaba nunca

Paseo por las calles y escaleras de mi barrio, Montmartre. Disfruto de la primavera luego de una gripe que me tuvo algo encerrado. Voy pensando en los últimos pesares de la familia dispersa, en mi suerte y en mis cuentas. Voy distrayéndome con la vida de la tarde, tomando nota de locales que nunca visité. Un joven me saluda y me pide una moneda, solidaridad entre barbudos dice. Me río, se ríe, no le doy un mango pero igual agradece. El siguiente que pasa sí le da una moneda.

Entro en un bar. Es temprano pero está casi lleno. Los jóvenes beben en la terraza y los viejos en la barra. Pintas desgastadas, en este bar no hay turistas. Un par de viejos miran unas pinturas en una mesa. El tipo de la barra tiene una camiseta de Inca Kola, la bebida del Perú. Anda muy ocupado como para entablar conversación. Pido una cerveza, hay mesas libres pero me quedo de pie. Los borrachos de al lado saludan. Respondo con un brindis silencioso.

Estoy a gusto aquí. Pasan chicas guapas en ruta al baño. La música es de mi agrado. No hay pantallas con partidos de futbol o rugby. Si me quedo lo suficiente la cosa podría ir bien. Me viene a la mente la película que vi anoche, en la que un personaje dice que si se consigue abordar a una mujer la mitad del trabajo está hecho. En mi caso tiendo a pensar que todo eso depende de un momento de enganche posterior al abordaje. Nada que vaya a pasarme hoy.

Suena mi teléfono. Es un amigo que se queja del trabajo y de la falta de dinero. Lo invito al bar. Quedamos para mañana. Los compañeros de barra me escuchan hablar en castellano, alguien dice salud. Respondo, pero la timidez me hace ver serio y la seriedad intimida. Llama otro amigo, esta vez hablo en francés. A nadie le importa pero los que oyen ahora saben que vivo aquí, como tanto extranjero. En realidad, los auténticos parisinos, si acaso existen, son algo así como extras de cine, simbólicos. Apago el teléfono: un poco de respeto por el bar.

Empieza a hacer calor. Pido otra cerveza. Se para al lado una rubia, nada mal, a pedir un par de copas de vino. Tiene un acento extranjero. La saludo y le pregunto de dónde viene. Es escocesa y simpática. Le cuento que tengo ancestros escoceses: mentira. Me pregunta de donde vengo y qué hago en París. Mis respuestas son displiscentes. Le pregunto su nombre: lo he olvidado. Le sirven sus copas, paga, me sonríe y se va para siempre. Me refresco con un buen trago y me pregunto qué pasa conmigo, sintiéndome tan sereno.

Las preguntas usuales de esta ciudad: de dónde vienes, qué haces, dónde vives. Seguidas de una conversación interesada, más o menos interesante, o de una retirada más o menos brusca. Solteros y parejas buscando correspondencias. Yo, que ya las tuve, en principio no las estoy buscando. Con el ciclo cumplido espero mi próximo destino, supongo que con aire ausente. Pago, me despido y voy a por algo de comer, pensando cómo será eso que dice Hemingway, que París no se acaba nunca...