21.6.09

Me verás volver

Parece que en la entrada anterior he pintado un cuadro un poco gris de lo que siento estos días al mirar Lima desde la ventana de unas cortas vacaciones. Mirada condicionada por mi retorno permanente, en un año, y por el proceso de adaptación o readaptación que esto me deberá significar. El énfasis entonces está puesto en aquello que por lo menos en un primer momento será distinto para mí luego de cinco años en Europa, en particular respecto de algunas cosas que me gustan. Una aproximación que me lleva a inferir que estoy echado a perder para la vida limeña.

Por algunos comentarios recibidos, deduzco que fracasé (de nuevo) en el intento de abordar con humor los pequeños problemas de mi retorno, burlándome de mí tal vez.

Un amigo me preguntaba el otro día cómo he encontrado Lima. Intuyo que esperaba una respuesta relativa a la experiencia europea, con miras a entrar en una comparación que podría perfectamente haber terminado con alguien cantándonos eso de "por qué no se van del país". El amigo se sorprendió cuando dije que encontraba la ciudad mucho mejor, más limpia y ordenada, con una mayor oferta, etc. Pidió una explicación y se la di: el hecho de vivir en una ciudad como París efectivamente limita mi capacidad para sentirme satisfecho con Lima; pero, al ser conciente de esto, pretendo que mi percepción no se vea afectada por estándares que en principio no le corresponden.

No obstante, creo evidente que la entrada anterior es de una superficialidad propia de este espacio, y de los ánimos del día; es decir, muy parcial. Pues no se dice en ella nada sobre un par de elementos cuya trascendencia me permite recuperar rápidamente la sensación de pertenencia con mi ciudad: la familia y los amigos. Que me gustan y mucho, y sin peros. Es a por ellos que vuelvo siempre a Lima y, con renovados ánimos, ahora a este espacio.

Al volver tengo siempre presente un artículo de Santiago Roncagliolo titulado "Los prófugos del Perú", publicado hace unos años a propósito de Las travesuras de la niña mala:
"Cuando voy al Perú, me enfrento con la evidencia de que mis amigos y yo hemos crecido separados. Cada uno conversa con el recuerdo que tiene del otro, y fingimos que seguimos siendo los mismos porque ese recuerdo es lo único que nos queda de una época.

"(...) Los momentos de la vida, como los montajes teatrales, tienen escenarios y actores distintos. Cuando se cierra el telón y uno hace mutis, cada función muere un poco, y parece más lejana de lo que es en realidad.
"Por eso, me identifico con Ricardo Somocurcio, el intérprete y traductor que protagoniza la última novela de Mario Vargas Llosa, cuando dice: 'Había dejado de ser un peruano en muchos sentidos, sin duda. ¿Qué era, entonces? Tampoco había llegado a ser un europeo. ¿Qué eras pues, Ricardito? Tal vez lo que en sus rabietas me decía Mrs. Richardson: un pichiruchi, nada más que un intérprete, alguien que solo es cuando no es, un homínido que existe cuando deja de ser lo que es para que por él pasen mejor las cosas que piensan y dicen los otros'".
Digo que tengo presente esta reflexión y hasta puede parecerme preocupante, pero no la encuentro ratificada en mi experiencia. Es verdad, mis amigos y yo hemos crecido separados los últimos años; pero, al mantener algún grado de contacto, conservamos la capacidad de actualizarnos y de seguir reconociendo y apreciando en nuestros caracteres las calidades que nos permiten seguir siendo amigos. Nuestras vidas están hechas de momentos, pero su realidad no corresponde a la estructura de montajes teatrales aislados.
Por supuesto, Santiago Roncagliolo y el personaje con que se idenifica han tenido experiencias distintas a la mía. No obstante, en algo me reconozco en ellas. Al hacerlo, al ir por el mundo tal vez echando a perder al limeño que fui, me gusta pensar que voy cambiando (o no) sobre la base de identidades que siempre es posible afirmar, en el Perú, en Francia o donde sea, antes que en recuerdos estáticos de tiempos idealizados en los que definitivamente no está el país de nadie. Me parece que algo de esto recoge la columna de Santiago en su remate, respecto de Ricardo Somocurcio y la niña mala:
"Tanto el uno como el otro tienen una patria clara, aunque eventual e intermitente. Para Ricardo, esa patria es la niña mala, una patria inhóspita pero recurrente, el único lugar en que se siente en casa. Para ella, Ricardo es como el Perú, un lugar que la reconoce, pero que se siente obligada a abandonar en defensa propia. Los amantes de la niña mala se multiplican por los países que visita, pero ella no es capaz de amar a ninguno.
"El país de los personajes de este libro son las personas que los quieren, aunque tengan maneras extrañas de hacerlo. Y creo que eso es lo que hace que uno sea peruano, o español o chino, más que el pasaporte o el tiempo vivido ahí: la gente en cuya mirada se reconoce y en cuyo afecto se cobija del mundo. Los amigos cuyo recuerdo quizá no sea más falso que el presente. Los actores que regresan al escenario cada vez que la memoria los convoca, y que uno va reencontrando con distintos nombres y distintas historias, en esa larga fuga hacia ninguna parte que llamamos vida".
De acuerdo. Salvo que no llamaría yo a la vida una fuga hacia ninguna parte, aunque suene bonito. Me gusta pensar que lo mío es más bien una búsqueda de personas con las que quererse y reconocerse. Sí, una búsqueda de patria. Una patria que, felizmente y sin intermitencias, encuentro siempre en el Perú. Y una búsqueda que pasa también por París, otra patria tal vez, y felizmente. Creo que es natural que la distancia, o la ventana desde la que por ahora me toca relacionarme con Lima, me haga mirar ahora en esa dirección.

Y es que, como dice Antonio Luque, me temo que sólo conquistando se está bien.

17.6.09

Cinco años después, echado a perder

Me gusta caminar. De paso por Lima reaprendo los cuidados requeridos: los autos no van a parar, no siempre hay vereda o semáforo, no siempre hay seguridad, y ahora descubro en las calles rejas cuyas llaves supongo están reservadas a los vecinos. Además acá todos lo miran a uno. Y uno mira de vuelta, aunque ya con un poco de fastidio. La gente se mira pero no se saluda. Los únicos que saludan son los guachimanes, seguramente porque piensan que uno es vecino y por lo tanto jefe en alguna medida. Yo los saludo y me entristece su presencia, o la necesidad de su presencia.

Me gusta la comida de mi país. Se come muy bien, hay una tradición importante. Estando afuera se extrañan los sabores con los que uno creció. Pero estando acá me parece que exageramos un poco y que perdemos la brújula con la exaltación de nuestra cocina. He ido a los restaurantes de moda, de muy buena calidad. Todos quieren tener estándares mundiales, es decir franceses, pero normalmente no terminan de incorporar el balance que es la clave de la cocina francesa. El glotón sufre las consecuencias de una comida bien presentada y pesada. Le falta todavía.

Me gusta la vida cómoda. Acá tengo acceso a servicios que en Europa son impensables. Veo a familiares y amigos teniendo hijos con nanas permanentes, además de choferes, mucamas y cocineras. Pienso que son privilegios permitidos por una realidad social fragmentada y la pobreza de muchos. Entonces ya no me siento tan cómodo. Luego pienso que son tonterías, que esa situación no es mi culpa y que darle trabajo a la gente es darle recursos. Y veo a la hija de la cocinera con estudios universitarios y otra proyección. Pero no quiero depender de nadie, ni que nadie dependa de mí.

Me gusta tener una agenda cultural rica y diversa. Veo con agrado que en mi ciudad la oferta es cada vez más abierta a distintas expresiones del país, y de mejor calidad. Veo también una mayor frecuencia de espactáculos importados de calidad. Sin embargo estoy echado a perder. Como con los vinos, luego de vivir tanto tiempo en Francia, el sabor no es el mismo. Soy conciente de que esto poyecta esnobismo, atorrancia, pero el bajón en la agenda (y en los vinos) es una realidad que me toca vivir y que por supuesto subyace a mi readaptación.

Me gustan las pijas de mi ciudad. Es el título de una canción pero también un problema personal. Cuando me fui estaba harto de ellas, que entonces no me hacían tanto caso (sospecho que cuando uno viene de afuera se fijan más en uno). Su vocación por el engreimiento, la pretensión y la frivolidad, ahora me da algo así como unas ganas por pinchar la burbuja para compartir lo que hay fuera, sin dejar de ser limeños. Pero por supuesto esto no es tan fácil. Y me da flojera, pues también he conocido mujeres, de otros lados, con los pies más sobre la tierra.

14.6.09

elfaltante

si acaso digo
la última palabra
es el silencio

10.6.09

Medio viaje

Realismo: En mi ciudad encuentro a mi madre pero no mi hogar. Me siento a gusto con estar de paso. A diferencia de otras visitas, esta vez no busco perspectivas ni continuidades.

Levedad: Venía a divertirme, a distraerme. En la absurda búsqueda encontré la grandeza olvidada. Hoy a medio viaje me sorprendo en un limbo, entre las ligeras verdades y el vacío.

Realidad: Ya no estoy tan dispuesto a tomar lo que encuentre e irme. He aprendido que las consecuencias existen y que el soslayo es un error. No pensé reencontrar ilusiones y heridas superadas.

Idealismo: Superar es una acción y una palabra horrible. Paradójicamente me refugio en el retorno a otras precariedades, si acaso un poco más estables, por algunas semanas apenas, cuya eteridad imaginé segura.

Ilusionismo: Desde hace una semana, incluso antes de iniciar mi viaje, vengo lidiando con estos asuntos. Hoy estoy cansado de hacer las cosas bien y quiero que me quiten la camisa cuando me besen.