10.11.13

Las pequeñas ventanas que no se cierran nunca.

Para M.

Hubo un tiempo cuando, a pesar del encierro y los fantasmas, la ventana estaba abierta y era aun la vida. Hasta que una noche apareció el vampiro. Isabel lo recordaba siempre. Primero le pareció una alucinación. Le preguntó si podía pasar. Ella respondió: “La ventana está abierta. Pase, por favor”. Y le dejó ver su escote.

La mordida fue triste y feliz, un recuerdo que la aterraba y la excitaba. Por dentro y por fuera, una quemadura la consumía.

Se lo contó a algunas de sus amistades, que entonces aun podían visitarla. No falta quien jura haber visto la herida. Dicen también que la noticia fue publicada en un diario del exterior. En el país no nos enteramos de nada pero el cardenal no tardó en enviar un exorcista. Este resultó ser un viejo conocido de Isabel: un enano, al que durante una confesión, en otros tiempos, le había notado una erección. Esta vez, luego de echarle un rito rico en latín y agua bendita, ordenó tapiar la ventana. “Por si vuelve el vampiro”, dijo.

Isabel no entendía: “Fui yo quien lo dejó entrar, no hay razón para cerrar la ventana”. Se sentía quebrada, muy débil, pero igual con rabia. Recordó a su abuela: “Desconfiad de los enanos”. Isabel estaba atada a la cama, pero eso no impidió que el enano perdiera la oreja izquierda.

(Este paréntesis precisa, señor cura, que no fue una perra quien lo mordió, como dijo en su parroquia. Fue la dignidad de una estirpe de mujeres con carácter, algo que usted jamás comprenderá).

Las noches de Isabel, que ya eran largas, tomaron entonces sus días. Días que se hicieron meses, y meses que se hicieron años. Calculamos que fueron entre cuatro y siete, los años de su larga noche.

Isabel nunca más durmió. Para defenderse de la locura, cantaba bajito una canción sobre la perdición y su ventana cerrada. Una letanía, o una técnica para revertir la desesperación. Ahogándose en ella, la aurora podía convertirse en una invasora de su nada. A veces, solo a veces, funcionaba. “Es lo que hay”, se decía.

Una vez apareció en la cornisa un alacrán. Isabel lo tomó con la mano izquierda y con la derecha le acercó una vela encendida. Le dijo: “Si me picas, te mato. Si no me picas, vivirás y seremos amigos”. Por supuesto no hubo respuesta. Se inclinó y lo puso en el suelo. Solo entonces el bicho giró y levantó su aguijón. Ella insistió: “Tú sabes, amigo, que soy inmune a tu veneno”. Luego dejó la vela en el suelo, tomó la biblia dejada por el cura, la levantó y la dejó caer. Soltó una carcajada y gritó: “Es mi naturaleza, soy un vampiro, qué esperabas”. Luego engulló los restos del alacrán, lamió la tapa y dijo: “Amén”. 

Todo esto le contó Isabel a M., el día que finalmente dejaron que la visite. M. pudo ver la ventana tapiada y la mancha escarlata, en forma de herradura, sobre la cruz en la tapa de la biblia. Una cruz vampira, pensó, y se asustó un poco. Isabel debió darse cuenta, pues dijo: “No temas, soy un vampiro sin futuro”. M. respondió: “Yo también, por eso temo”. Entonces le explicó que nunca permitirían la publicación de su historia. Y le pidió disculpas, porque ambas estaban ahora en peligro. Y le tomó la mano, que estaba helada.

Isabel echó sobre su nieta una mirada indulgente y resignada, y lúcida, como la que algún condenado podría echar a su verdugo. Y entonces cantó su canción, una canción que nunca nadie más oyó. Al terminar Isabel sonreía y M. lloraba. Esta vez fue la abuela quien le tomó la mano, y muy seria le preguntó si le gustaban las paradojas. Y le contó que Orson Welles, a propósito de la fábula de la rana y el escorpión, había explicado alguna vez que el carácter es mucho más que la naturaleza de uno: “En definitiva, el carácter es la forma cómo uno ha decidido morir. Y entonces uno solo puede juzgar a la gente por su actitud hacia la muerte”.

Antes de que M. le pudiera mostrar su tatuaje, se abrió la puerta y ya no pudieron hablar.

Al llegar a casa M. me lo contó todo y luego estuvo callada un buen rato. Al fin dijo, y sus palabras nunca han dejado de resonar en mi cabeza: “La rana y el alacrán son patéticos. No me merecen ninguna simpatía”. Luego nos acostamos, y todo fue un sueño. Antes de dormir le dije: “Sabes que te necesito”. Me respondió: “Deja de joder, tú no necesitas a nadie”. Dolió, por supuesto, pero no tuve problemas para dormir.

Por la mañana, M. salió a dar su clase pero nunca llegó. Cuando llamaron a preguntar por ella, en la radio anunciaban la muerte de Isabel. Comprendí que no la volveré a ver.