Para M.
Hubo un tiempo cuando, a pesar del encierro y los fantasmas, la
ventana estaba abierta y era aun la vida. Hasta que una noche apareció el
vampiro. Isabel lo recordaba siempre. Primero le pareció una alucinación. Le preguntó
si podía pasar. Ella respondió: “La ventana está abierta. Pase, por favor”. Y
le dejó ver su escote.
La mordida fue triste y feliz, un recuerdo que la
aterraba y la excitaba. Por dentro y por fuera, una quemadura la consumía.
Se lo contó a algunas de sus amistades, que
entonces aun podían visitarla. No falta quien jura haber visto la herida. Dicen
también que la noticia fue publicada en un diario del exterior. En el país no
nos enteramos de nada pero el cardenal no tardó en enviar un exorcista. Este
resultó ser un viejo conocido de Isabel: un enano, al que durante una
confesión, en otros tiempos, le había notado una erección. Esta vez, luego de
echarle un rito rico en latín y agua bendita, ordenó tapiar la ventana. “Por si
vuelve el vampiro”, dijo.
Isabel no entendía: “Fui yo quien lo dejó entrar,
no hay razón para cerrar la ventana”. Se sentía quebrada, muy débil, pero igual
con rabia. Recordó a su abuela: “Desconfiad de los enanos”. Isabel estaba atada
a la cama, pero eso no impidió que el enano perdiera la oreja izquierda.
(Este paréntesis precisa, señor cura, que
no fue una perra quien lo mordió, como dijo en su parroquia. Fue la dignidad de
una estirpe de mujeres con carácter, algo que usted jamás comprenderá).
Las noches de Isabel, que ya eran largas, tomaron
entonces sus días. Días que se hicieron meses, y meses que se hicieron años.
Calculamos que fueron entre cuatro y siete, los años de su larga noche.
Isabel nunca más durmió. Para defenderse de la
locura, cantaba bajito una canción sobre la perdición y su ventana cerrada. Una
letanía, o una técnica para revertir la desesperación. Ahogándose en ella, la
aurora podía convertirse en una invasora de su nada. A veces, solo a veces,
funcionaba. “Es lo que hay”, se decía.
Una vez apareció en la cornisa un alacrán. Isabel lo
tomó con la mano izquierda y con la derecha le acercó una vela encendida. Le
dijo: “Si me picas, te mato. Si no me picas, vivirás y seremos amigos”. Por
supuesto no hubo respuesta. Se inclinó y lo puso en el suelo. Solo entonces el bicho
giró y levantó su aguijón. Ella insistió: “Tú sabes, amigo, que soy inmune a tu
veneno”. Luego dejó la vela en el suelo, tomó la biblia dejada por el cura, la
levantó y la dejó caer. Soltó una carcajada y gritó: “Es mi naturaleza, soy un
vampiro, qué esperabas”. Luego engulló los restos del alacrán, lamió la tapa y
dijo: “Amén”.
Todo esto le contó Isabel a M., el día que
finalmente dejaron que la visite. M. pudo ver la ventana tapiada y la mancha
escarlata, en forma de herradura, sobre la cruz en la tapa de la biblia. Una
cruz vampira, pensó, y se asustó un poco. Isabel debió darse cuenta, pues dijo:
“No temas, soy un vampiro sin futuro”. M. respondió: “Yo también, por eso
temo”. Entonces le explicó que nunca permitirían la publicación de su historia.
Y le pidió disculpas, porque ambas estaban ahora en peligro. Y le tomó la mano,
que estaba helada.
Isabel echó sobre su nieta una mirada indulgente y
resignada, y lúcida, como la que algún condenado podría echar a su verdugo. Y
entonces cantó su canción, una canción que nunca nadie más oyó. Al terminar Isabel
sonreía y M. lloraba. Esta vez fue la abuela quien le tomó la mano, y muy seria
le preguntó si le gustaban las paradojas. Y le contó que Orson Welles, a
propósito de la fábula de la rana y el escorpión, había explicado alguna vez
que el carácter es mucho más que la naturaleza de uno: “En definitiva, el
carácter es la forma cómo uno ha decidido morir. Y entonces uno solo puede
juzgar a la gente por su actitud hacia la muerte”.
Antes de que M. le pudiera mostrar su tatuaje, se
abrió la puerta y ya no pudieron hablar.
Al llegar a casa M. me lo contó todo y luego estuvo
callada un buen rato. Al fin dijo, y sus palabras nunca han dejado de resonar
en mi cabeza: “La rana y el alacrán son patéticos. No me merecen ninguna
simpatía”. Luego nos acostamos, y todo fue un sueño. Antes de dormir le dije:
“Sabes que te necesito”. Me respondió: “Deja de joder, tú no necesitas a
nadie”. Dolió, por supuesto, pero no tuve problemas para dormir.
Por la mañana, M. salió a dar su clase pero nunca
llegó. Cuando llamaron a preguntar por ella, en la radio anunciaban la muerte
de Isabel. Comprendí que no la volveré a ver.